sábado, 3 de abril de 2010

Huevadas



Ya estamos en Semana Santa, y por suerte, ¡qué distinta es a las de antes!
Cuando éramos chicos, pasar jueves y viernes en casa era muy aburrido: en la radio sólo pasaban música sacra, como decían las abuelas, lúgubre, trágica, sin canciones ni locutores. En la tele, sólo daban películas alegóricas, como Rey de reyes, Ben-Hur, Barrabás o Cleopatra. Todos los años las mismas películas, durante esos días interminables, y en los escuetos cuatro canales, cinco con suerte si lograbas sintonizar canal 2. El clima en el ambiente era de una triste melancolía, como cuando volvés del entierro de un ser querido.

A la hora de almorzar, el menú era espeluznante para nosotros los chicos, a los que no nos gustaban esas empanadas de atún con sus bordes de hojaldre extra large. Lo peor era el infaltable bacalao, que se compraba seco en el mercado: un cartón romboidal con olor nauseabundo, que cocinaban con garbanzos, papas y salsa de tomate. La casa apestaba y los platos soperos circulaban con ese potaje que de solo verlo nos revolvìa las tripas. Por suerte siempre llegaba alguna tarta de verdura o ravioles con manteca, que nos permitìan comer sin pecar.

El domingo era un almuerzo de fiesta, y lo mejor era recolectar los huevos de chocolate que nos regalaban los familiares. Mi abuela Angélica hacía la cola durante la semana, para comprarme uno grandote en Córcega, una bombonería clásica del centro. El huevo venía en una caja dorada, montado sobre un nido de paja lleno de plumitas rosadas y celestes. Yo estaba encantada de tener algo tan delicado, y hasta me daba lástima profanarlo con un puñetazo para partirlo en dos. Una vez abierto, el tesoro quedaba a la vista: un anillo o una pulserita, y confites de colores de los ricos. Mi otra abuela prefería regalarnos plata para que nos compráramos algo lindo.

Otras ricuras que recibíamos eran los huevos y conejos de Bonafide, hechos de un chocolate muy preciado. También nos llegaban esos grandotes clásicos de panadería, en los que el chocolate no era tan rico, ya que al masticarlo te dejaba en la boca un sabor grasoso. Traían una decoración que cercenábamos minuciosamente con las uñas para no comerla. Resulta gracioso imaginar a un maestro panadero munido de una manga, dando rienda suelta a su veta artìstica y dibujando cisnes barrocos, entre flores, firuletes y ondas de azùcar.

Ahora hay una oferta variadìsima, pero en casa los preferidos siempre fueron los conejos de chocolate blanco. Aunque no tengan cacao, anque sean pura grasa, ¡les gusta! Cuando eran más crédulos, me encantaba esconder los chocolates en el jardìn para que los buscaran, ya que el conejo habìa pasado màs temprano a dejarles huevos y gallinitas para buscar entre las plantas. La vedette era el Kinder gigante, que traìa un una gran càpsula con el clàsico juguete para armar. Era increíble que adentro de algo tan reducido pudiera caber lo que màs tarde se convertìa en un velero, un auto o un avioncito del tamaño de un melòn. Esa semana habìa tanto chocolate en casa que no sabía què hacerle; un año mi papá trajo uno que seguro era de gliptodonte, de casi un metro de alto, y una gran parte terminò cortada en pedacitos adentro de media docena de budines.

En estos días, las góndolas de pascua te marean con tan diversa oferta de formas de chocolate con grandes envoltorios de papel metalizado. Más papel que contenido, con chocolate finito y montado encima de una tacita de plàstico para que parezca màs alto. Una caricatura de los tiempos modernos, con mucha espuma y poca sustancia. Hay huevos de Boca, de River, de Racing, ¡y tambièn de Barbie! Hasta hay unos para perros, hechos con una masa marrón, con olor a chocolate, pero con gusto a carne. Tambièn traen flores y cintitas de colores como los "humanos", pero nada de cacao, ya que el estómago de los perros no puede digerir el chocolate. No faltarà alguna señora gorda que le compre el huevito a su mascota, En vez de anillos o pulseras, seguro que en su interior traen una chapita con forma de hueso con el nombre (del amo): Ridículo.